La dimisión de Sébastien Lecornu y la erosión del poder macronista

  Berna | Suiza 

“Cuando un gobierno dura mucho tiempo, se descompone poco a poco por costumbre y por corrupción.” — Barón de Montesquieu

La renuncia de Sébastien Lecornu, apenas 27 días después de haber sido nombrado primer ministro de Francia, no solo marca un récord histórico por su brevedad. Representa, ante todo, el síntoma visible de un mal más profundo: la crisis estructural de gobernabilidad que enfrenta Emmanuel Macron y su partido Renaissance, cada vez más debilitado por divisiones internas, pérdida de legitimidad y un contexto político que se desmorona entre los extremos.

Nombrado el 9 de septiembre de 2025, Lecornu asumió con la promesa de reconciliar una Asamblea Nacional fragmentada y un electorado cansado de las promesas incumplidas. Propuso eliminar beneficios vitalicios para ex primeros ministros y se comprometió a evitar los mecanismos constitucionales que permiten imponer leyes sin votación. Pero su breve paso por el poder terminó siendo devorado por la misma máquina que debía reparar: un sistema político polarizado, un Parlamento sin mayorías claras y una ciudadanía que ha dejado de creer en el centro.

El gabinete que presentó Lecornu fue rechazado tanto por aliados como por opositores, que lo calificaron de “continuista” y “carente de renovación”. Las tensiones internas estallaron cuando los Republicanos se negaron a respaldar un gobierno que no incorporara sus demandas, mientras el ala centrista de Macron perdía autoridad moral y capacidad de negociación. Así, Lecornu fue el rostro visible de una imposibilidad: gobernar sin coalición, sin consenso y sin dirección política clara.

El trasfondo es más preocupante que la anécdota. Desde las elecciones legislativas de 2024, Macron perdió la mayoría absoluta y se convirtió en rehén de una aritmética parlamentaria que hace inviable la estabilidad. El centroderecha que él encabeza —esa fórmula que pretendía unir liberalismo económico con moderación social— ha quedado atrapado entre el ascenso de la extrema derecha del Rassemblement National (RN) de Marine Le Pen y la presión de una izquierda que exige un giro radical.

En este vacío de poder, los beneficiarios se multiplican. Los Republicanos se reposicionan como opción “moderada y firme” ante el desgaste del macronismo. Le Pen y Bardella capitalizan el descontento social desde la narrativa del “orden” y la “identidad nacional”. Y, en la sombra, gana fuerza la idea de un “primer ministro tecnócrata”, un gestor sin partido, llamado a restaurar la estabilidad perdida —una figura que, aunque funcional, desnuda la crisis de la política representativa en Francia.

Pero el costo de esta inestabilidad trasciende la política. La incertidumbre gubernamental amenaza la confianza económica, las reformas estructurales y la imagen de Francia como potencia europea confiable. Los mercados se resienten, las agencias de calificación advierten riesgos fiscales, y la ciudadanía observa, una vez más, cómo los equilibrios institucionales se erosionan mientras los liderazgos se diluyen.

Lecornu no cayó por una decisión personal: cayó porque el sistema que debía sostenerlo se fracturó. Su dimisión confirma que Emmanuel Macron enfrenta el tramo final de su mandato bajo un clima de descomposición política que ni la retórica europeísta ni las promesas de renovación logran disimular.

Montesquieu tenía razón: los gobiernos se desgastan no solo por el tiempo, sino por la incapacidad de reinventarse. Y en Francia, hoy, el poder parece haberse quedado sin aire, atrapado entre la nostalgia de la estabilidad perdida y el miedo a lo que viene después.